El siglo de las luces - antología.
Publié le 06/12/2021
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El siglo de las luces - antología.
Obra capital de Carpentier, El siglo de las luces muestra la evolución ideológica de tres personajes que se lanzan a la aventura revolucionaria en las Antillas, en el momento
de la Revolución Francesa. Con una prosa exuberante y barroca, en este fragmento se narra la llegada de Esteban al puerto de Cayena, lugar en el que siente una profunda
decepción ante el ambiente de corrupción, abandono, impudor y mediocridad que ven sus ojos.
Fragmento de El siglo de las luces.
De Alejo Carpentier.
Capítulo IV
Cuando Esteban, cansado de andar de la Puerta de Remire a la Plaza de Armas y de la Calle del Puerto a la Puerta de Remire, se sentó en un cipo esquinero,
descorazonado por cuanto había visto, tuvo la sensación de haber caído en el asilo de locos de The Rake's Progress. Todo, en esta ciudad-isla de Cayena, le resultaba
inverosímil, desquiciado, fuera de lugar. Era cierto, pues, lo que le habían contado a bordo de la Venus de Medicis. Las monjas de Saint-Paul-de-Chartres,
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El siglo de las luces - antología.
Obra capital de Carpentier, El siglo de las luces muestra la evolución ideológica de tres personajes que se lanzan a la aventura revolucionaria en las Antillas, en el momento de la Revolución Francesa.
Con una prosa exuberante y barroca, en este fragmento se narra la llegada de Esteban al puerto de Cayena, lugar en el que siente una profundadecepción ante el ambiente de corrupción, abandono, impudor y mediocridad que ven sus ojos.
Fragmento de El siglo de las luces.
De Alejo Carpentier.
Capítulo IV
Cuando Esteban, cansado de andar de la Puerta de Remire a la Plaza de Armas y de la Calle del Puerto a la Puerta de Remire, se sentó en un cipo esquinero,descorazonado por cuanto había visto, tuvo la sensación de haber caído en el asilo de locos de The Rake’s Progress. Todo, en esta ciudad-isla de Cayena, le resultaba inverosímil, desquiciado, fuera de lugar.
Era cierto, pues, lo que le habían contado a bordo de la Venus de Medicis. Las monjas de Saint-Paul-de-Chartres, encargadas del hospital, iban por las calles con el hábito de su orden como si nada hubiese ocurrido en Francia, velando por la salud de revolucionarios que nopodían prescindir de sus servicios.
Los granaderos –váyase a saber por qué– eran todos alsacianos de hablar pastoso, tan inadaptados al clima que no acababan suscaras de largar erupciones y furúnculos a todo lo largo del año.
Varios negros, de los que ahora se decían libres, eran expuestos sobre un tablado, con los tobillos fijospor argollas a una barra de hierro, para escarmiento de alguna holgazanería.
Aunque existiese un asilo de leprosos en la Isla Malingre, muchos moribundos vagaban asu antojo, mostrando pesadillas físicas para conseguir limosnas.
La milicia de color era un muestrario de andrajos; las gentes estaban como aceitosas; todos losblancos de alguna condición parecían malhumorados.
Después de conocer el garboso traje de las guadalupanas, no acababa Esteban de asombrarse ante el impudorde las negras que andaban por todas partes, de pecho desnudo hasta las cinturas –lo cual era poco grato de ver, cuando se trataba de ancianas con los carrilloshinchados por mascadas de tabaco.
Y luego, había allí una nueva presencia: la del indio de traza selvática, que venía a la ciudad en sus piraguas para ofrecerguayabas, bejucos medicinales, orquídeas o yerbas de cocimiento.
Algunos traían sus hembras para prostituirlas en los fosos del Fuerte, a la sombra del Polvorín, odetrás de la clausurada iglesia de Saint-Sauveur.
Se veían rostros tatuados o embadurnados con extraños tintes.
Y lo más raro era que, a pesar de un sol que se metíapor los ojos, realzando los exotismos del cuadro, aquel mundo abigarrado, pintoresco en apariencia, era un mundo triste, agobiado, donde todo parecía diluirse ensombras de aguafuerte.
Un Arbol de la Libertad, plantado frente al feo y desconchado edificio que servía de Casa de Gobierno, se había secado por falta de riego.
Enuna casona de muchas galerías estaba instalado un Club Político fundado por los funcionarios de la Colonia; pero ni energías les quedaban ya para repetir losdiscursos de otrora, habiendo transformado aquel lugar en un garito permanente, donde se tallaban cartas al pie de un amoscabado retrato del Incorruptible que nadiequería tomarse el trabajo de descolgar, a pesar de los ruegos del Agente del Directorio, porque estaba fuertemente clavado en la pared por las esquinas del marco.Quienes gozaban de bienes o prebendas administrativas, no conocían más distracción que la de engullir y beber, reuniéndose en interminables comilonas queempezaban a mediodía para prolongarse hasta la noche.
Pero en todo se echaba de menos el bullicio, el tornasol de faldas, las modas nuevas, que tanto alegraban lascalles de la Pointe-à-Pitre.
Los hombres llevaban trajes raídos, heredados del antiguo régimen, sudando tanto en sus casacas de paños espesos, que siempre las teníanmojadas en las espaldas y las axilas.
Sus esposas llevaban falda y adornos semejantes a los que, en París, lucían las aldeanas de los coros de ópera.
No había unaresidencia hermosa, una taberna divertida, un sitio donde estar.
Todo era mediocre y uniforme.
Donde parecía que hubiera existido un Jardín Botánico, sólo se veíaahora un matorral hediondo, basurero y letrina pública, revuelto por perros sarnosos.
Mirando hacia el Continente, se advertía la proximidad de una vegetacióndensa, hostil, mucho más infranqueable que los muros de una prisión.
Esteban sentía una suerte de vértigo al pensar que la selva que allí empezaba era la misma quese extendía, sin descansos ni claros, hasta las riberas del Orinoco y las riberas del Amazonas; hasta la Venezuela de los españoles; hasta la Laguna de Parima; hasta elremotísimo Perú.
Cuanto fuera amable en el Trópico de la Guadalupe, se tornaba agresivo, impenetrable, enrevesado y duro, con esos árboles acrecidos en estaturaque se devoraban unos a otros, presos por sus lianas, roídos por sus parásitos.
Fuente: Carpentier, Alejo.
El siglo de las luces. Barcelona: Editorial Seix Barral, 1983.
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